martes, 1 de noviembre de 2011

Hubo un tiempo en el que limpiaba la casa con gran esmero. Era lo más importante que podía hacer en ese momento. Lo hacía con tal dedicación que la limpieza me resultaba un asunto muy serio, más que cualquier otra cosa. Solía entrar en cólera si se pisaba el suelo aún húmedo de haberse fregado o si se manchaba el cristal del lavabo con las salpicaduras que se arrojan al lavarse los dientes. Estas situaciones solían generar fuertes discusiones con mi pareja que normalmente me eran muy difíciles de apaciguar. Se me hacía muy doloroso explicarle la verdadera razón por la que encolerizaba cuando se le caían unas gotas de café al suelo o si dejaba caer un cigarrillo en la pila lavabo para apagarlo. Y es que no podía contarle que estaba intentando borrar las huellas de una vida sin amor.
Porque sabía que si las cosas cambiaban, algo que deseaba con toda mi alma, y surgía el amor, para que se quedase para siempre con nosotros y no nos abandonara, tenía que limpiar los rastros, las manchas, la suciedad,las cenizas de un tiempo sin amor, porque borrando esa suciedad era consciente de que lo que estaba haciendo era borrar un camino por dónde esos días desdichados podrían volver para quedarse y eso era algo que no deseaba.